El papel tal y como hoy lo conocemos lleva siendo desde hace más de
dos mil años el soporte de nuestra cultura, historia y el testigo
del avance de nuestra civilización,
permitiéndonos preservar y compartir todo tipo de información,
desde ensayos científicos a ficción. El formato libro, es decir
varias páginas encuadernadas y protegidas con cubiertas de mayor
grosor llegaría hace no tanto a nuestras manos para convertirse
entre otras cosas, en el formato por excelencia para la literatura.
Pero en estos últimos años hemos visto como los archivos digitales,
que pueden ser transportados masivamente en dispositivos de toda
índole sin pesar ni ocupar lugar, están desplazando al libro
tradicional. Y aunque muchos auguran que es el fin del hasta ahora
rey de los soportes de palabras escritas, quiero romper una lanza a
favor del viejo papel y destacar las ventajas del libro físico
frente al electrónico. Allá voy.
Que
sí, que ya lo sabemos, que el olor, el tacto, el peso, la facilidad
de lectura al no cansar la vista… Los defensores de los libros
tenemos muchos argumentos, algunos realmente poéticos, para defender
aquello que nos gusta, pero si nos ponemos pragmáticos,
encontraremos muchas más razones para no cambiar nuestros libros por
archivos en una carpeta del móvil o tablet.
Una
de ellas es la solidez del formato. Un libro físico es algo que
suele costar más dinero que uno digital (salvo horripilantes
excepciones) y por ello resulta más difícil de ignorar que ese que
nos pasaron por mail y tenemos en la cola de lectura. Un libro
tradicional que está pendiente de leer es un pequeño reto mientras
que el libro intangible acaba convirtiéndose en una obligación que
causa algo de tedio.
Por
otro lado tenemos el acto simbólico de dejar un libro. Es muy
sencillo enviar un archivo por wassap y olvidarse de él. No tenemos
que esperar a que nos lo devuelvan ni sentiremos la misma curiosidad
por saber si lo han leído pues al fin y al cabo sabemos que solo se
trata de un archivo más de los que recibimos regularmente. En
cambio, prestar un libro de papel es un acto de confianza. Dejarle a
alguien un libro implica quedar en persona, mirarse a los ojos,
conversar, tomarse algo (¿Por qué no?) y esperar a que el ritual se
repita para la devolución.
Y por último el libro en papel permanece. Sobrevive a subidas de
tensión que destrozan discos duros, a formateos accidentales, a
pérdidas de conexión y a necesidades de liberar espacio. Los libros
discretamente ocupan un espacio que generalmente es respetado pues
hasta el más insensible se resiste a la idea de sustituirlos por
otros objetos, arrinconarlos en cajas o prenderles fuego. E incluso
así, terminando abandonados en un desván, languideciendo por la
falta de luz y atención, siempre puede suceder ese milagro de ser
encontrados años después por generaciones futuras, curiosas y
ávidas de cultura y saber que decidan darles una segunda
oportunidad, abrir sus páginas y dar voz de nuevo a autores y
autoras que quizás ya no estén allí en cuerpo, pero sí en forma
de historias fabulosas que merecen renacer.