lunes, 2 de diciembre de 2019

¿Papel o digital?


El papel tal y como hoy lo conocemos lleva siendo desde hace más de dos mil años el soporte de nuestra cultura, historia y el testigo del avance de nuestra civilización, permitiéndonos preservar y compartir todo tipo de información, desde ensayos científicos a ficción. El formato libro, es decir varias páginas encuadernadas y protegidas con cubiertas de mayor grosor llegaría hace no tanto a nuestras manos para convertirse entre otras cosas, en el formato por excelencia para la literatura. Pero en estos últimos años hemos visto como los archivos digitales, que pueden ser transportados masivamente en dispositivos de toda índole sin pesar ni ocupar lugar, están desplazando al libro tradicional. Y aunque muchos auguran que es el fin del hasta ahora rey de los soportes de palabras escritas, quiero romper una lanza a favor del viejo papel y destacar las ventajas del libro físico frente al electrónico. Allá voy.
Que sí, que ya lo sabemos, que el olor, el tacto, el peso, la facilidad de lectura al no cansar la vista… Los defensores de los libros tenemos muchos argumentos, algunos realmente poéticos, para defender aquello que nos gusta, pero si nos ponemos pragmáticos, encontraremos muchas más razones para no cambiar nuestros libros por archivos en una carpeta del móvil o tablet.
Una de ellas es la solidez del formato. Un libro físico es algo que suele costar más dinero que uno digital (salvo horripilantes excepciones) y por ello resulta más difícil de ignorar que ese que nos pasaron por mail y tenemos en la cola de lectura. Un libro tradicional que está pendiente de leer es un pequeño reto mientras que el libro intangible acaba convirtiéndose en una obligación que causa algo de tedio.
Por otro lado tenemos el acto simbólico de dejar un libro. Es muy sencillo enviar un archivo por wassap y olvidarse de él. No tenemos que esperar a que nos lo devuelvan ni sentiremos la misma curiosidad por saber si lo han leído pues al fin y al cabo sabemos que solo se trata de un archivo más de los que recibimos regularmente. En cambio, prestar un libro de papel es un acto de confianza. Dejarle a alguien un libro implica quedar en persona, mirarse a los ojos, conversar, tomarse algo (¿Por qué no?) y esperar a que el ritual se repita para la devolución.
Y por último el libro en papel permanece. Sobrevive a subidas de tensión que destrozan discos duros, a formateos accidentales, a pérdidas de conexión y a necesidades de liberar espacio. Los libros discretamente ocupan un espacio que generalmente es respetado pues hasta el más insensible se resiste a la idea de sustituirlos por otros objetos, arrinconarlos en cajas o prenderles fuego. E incluso así, terminando abandonados en un desván, languideciendo por la falta de luz y atención, siempre puede suceder ese milagro de ser encontrados años después por generaciones futuras, curiosas y ávidas de cultura y saber que decidan darles una segunda oportunidad, abrir sus páginas y dar voz de nuevo a autores y autoras que quizás ya no estén allí en cuerpo, pero sí en forma de historias fabulosas que merecen renacer.

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