NOTA: Esta entrada fue publicada en El Día Del testículo el 26 de octubre de 2016
A veces
a uno le pasan cosas, y otras veces se las busca. Y a veces incluso le pasan
cosas porque se las ha buscado pero como sin querer. Y fue en esta coyuntura
extraña donde me encontré este fin de semana, sentado en una mesa ante una
abundante audiencia, micrófono en mano y con una tenue luz iluminando mi
careto. Pero vamos a hacer memoria, que estoy empezando por el final.
Como ya
sabréis, queridos lectores del blog, hace cosa de un mes y medio publiqué mi
primer libro, llamado “Textos de mediocridad e hiperrealismo” impulsado por
alguna fuerza interna que me pedía algo de individualismo en medio de una vida
en la que no hacía más que recibir órdenes y llevarme collejas y bofetadas. No
fue un proceso fácil, ya que por mi falta de tiempo y recursos logísticos, tuve
que trabajar sólo frente al ordenador y encargarme no solo de seleccionar los
relatos, poesías y demás que formarían el libro sino de revisarlos, corregiros,
maquetarlos, buscar una imprenta (online, claro) y cruzar todos los dedos de mi
cuerpo esperando a que todo esto no resultara en una enorme pérdida de tiempo,
esfuerzo y dinero. Pero no. La cosa salió bastante bien.
El
libro se publicó, la gente se lo descargó en este mismo blog, algunos compraron
su edición física y comencé a recibir críticas de toda índole con una notable
inclinación hacia lo positivo. Y como ya se sabe que cuando a uno le alaban se
vuelve un poco idiota, en un arranque de confianza decidí plantarme en mi
pueblo natal (el otro), mover algunos contactos del mundo literario y organizar
una presentación de esas de verdad, como los escritores de verdad que escriben
libros de verdad. Y aunque técnicamente todo eso sería perfectamente aplicable
en mí, no tardé en arrepentirme de haber tomado tan precipitada decisión.
No era
la falta de confianza en mi libro. De hecho, eso era lo que me había llevado
allí. El problema era la falta de confianza sobre mi propia persona. Yo, un
tipo tímido que tartamudea a la mínima y que se queda paralizado cuando le
miran más de dos personas a la vez, me había embarcado en algo que, aunque no
iba a ser gran cosa para los posibles asistentes, superaba en mucho cualquiera
de mis expectativas de consecución. De pronto me sentía como un pingüino que
tuviese que cruzar el desierto (o como un chacal en el polo sur, que viene a
ser lo mismo) y con la cosa ya anunciada como estaba, no parecía haber marcha
atrás.
Y llegó
el día. Os diría que esa noche no dormí pero sería irrelevante ya que llevaba
como veinte noches sin pegar ojo. La gente me mandaba mensajes diciéndome que nos
veríamos allí creyendo que así me animaban cuando en realidad me estaban
hundiendo aún más en el barro negro y maloliente de mi desesperación. Había
llegado mi fin, y además sería en público. Y seguro que alguien lo grabaría en
video y lo subiría al yutube en plan “Gilipollas se muere en la presentación de
su propio libro”.
Pero
antes de seguir debo decir que estaba bien acompañado. La encargada de hacer mi
presentación (la de mi persona) y leer algunos de los relatos del libro era
Clara Salvadó, ex librera y una de las mayores personalidades en el tema
literatura de la zona; mientras que el lugar elegido era el Llar, un bar/ sala
de exposiciones dedicado a la cultura en general tal como conciertos,
presentaciones, talleres, cursos… con un patio acogedor y un ambiente
distendido a más no poder. Además del público entre el que contaba con viejos
amigos, familiares… El único problema allí era yo, que me sentía tan inestable
como un reactor nuclear ruso.
Entonces
la cosa comenzó. Las luces se apagaron, Clara me hizo una presentación
realmente emotiva y la gente escuchaba en silencio. Leyó una de las poesías,
“Lugar” para ser más concretos, y me pasó el micrófono. Una gota de sudor
resbaló por mi sien, esquivó mi oreja y llegó hasta la barbilla, donde decidió independizarse
de mí y se arrojó sobre mi pantalón, falleciendo en el acto. Pero entonces pasó
algo mágico. O al menos extraño. Fuera por el influjo del micrófono, que vuelve
un poco artistas a las personas o porque mis nervios habían alcanzado tal punto
de tensión que se quedaron en estasis, las palabras comenzaron a fluir de mi
boca y fui capaz de pronunciar mi discurso de memoria y sin titubear. La gente
reía y aplaudía, lloraba y saltaba en sus sillas y por un momento llegué a
pensar que ya me había desmayado, golpeado con el canto de la mesa y que lo
estaba soñando todo de camino al hospital. Pero no. Lo estaba haciendo bien.
Finalmente
Clara leyó uno de los relatos, llamado “De silencio y tiempo”, el cual arrancó
algunas risas y exclamaciones por igual entre los oyentes, cosa que me llenó de
orgullo (y satisfacción) hasta que pasé a la parte de publicidad, expliqué una
última anécdota graciosa y todavía no había dicho adiós cuando me vi
sorprendido por una avalancha de gentes
que venían a que les firmara el ejemplar que acababan de comprar. Y cuando digo
avalancha lo digo desde el punto de vista de alguien que está sentado y se
enfrenta, boli en mano, a una cola de gente que se pierde más allá del campo de
visión.
El
resultado final de toda esta experiencia: Muchos libros vendidos (todos los que
había llevado, de hecho), la alegría de haberme visto capaz de superar mi miedo
escénico, aunque fuera con ayuda, las ganas de seguir escribiendo y como no, la
sensación de que sí me desmayé golpeándome la cabeza y sigo en un hospital, debatiéndome
entre la vida y la muerte con una sonrisa rara del que está soñando algo
bonito.
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