domingo, 13 de febrero de 2022

Malos tiempos para la lírica.

 

Hace unos meses sufrí un pequeño desengaño. Y no lo digo desde la ingenuidad de ese autor novel que cree que va a comerse el mundo con su opera prima para descubrir que nadie apuesta un duro por él, sino como alguien que acostumbrado a que le den bofetadas por todos lados, cree estar haciendo las cosas bien, ya aún así recibe. Pero me dejo de metáforas y voy al grano.

Empecé el año 2021 con ganas, tal y como puede leerse en la anterior entrada de este blog. Con un programa de televisión quincenal, colaboraciones en una revista de publicación semestral y escribiendo y publicando en redes de forma regular, encontré la forma de conciliar mi vida personal, profesional y artística a pesar de las restricciones impuestas por la situación (léase covid en la wikipedia) y como no, esperando como todo el mundo a que todo esto terminara. Porque escribir está muy bien, y publicar es una maravilla, pero donde yo me siento realmente cómodo es actuando frente al público y precisamente eso es lo costoso de conseguir. Entre las mascarillas, los aforos limitados y otras pegas que se sumaban a la ya escasa disposición de la gente en salir de sus casas para ir a escuchar a un señor que escribe, organizar eventos se me antojaba imposible. Imposible hasta que empecé a urdir un plan maestro.

Quise aprovechar mi relativa popularidad local en televisión (cuando la gente te para por la calle para decirte que le encanta tu programa, te da la sensación de que les gusta lo que haces), la reducción de medidas anticovid del verano y que el buen tiempo invita a salir, para sacarme de la manga una vieja idea en forma de monólogo y buscar una pequeña aproximación con el público, sin tratar de venderles nada (aunque la opción la tendrían) y sentir que esto que hago tiene algún sentido. Finalmente busqué un local céntrico y agradable donde pertrechar mi plan y todo estaría listo para el gran día.

 

Hasta cinco minutos antes del evento ninguna novedad: Nervios mientras repaso el guion, los habituales saludándome y tomando asiento, cuento seis, ocho, diez personas de momento en el público, todas ellas caras conocidas, pero espero que lleguen más. Llega la hora de empezar y no hay nadie de fuera de mi círculo. ¿Y quienes ven mi programa? ¿Y toda esa gente que acudieron a eventos anteriores y me pidieron que no tardara en el siguiente? Espero los cinco minutos de rigor y nada, parece ser que no va a venir nadie más. Y la cosa no sale mal, el público se lo pasa bien, se venden unos cuantos libros y todos nos marchamos a casa satisfechos. O relativamente satisfechos. Porque al cabo de un par de semanas se emite el monólogo en la televisión local y parece que todo el mundo lo ha visto… pero nadie se dignó a tomarse la molestia de levantarse del sofá.

Y reconozco que me da mucha pena, a pesar de que yo actúo igual, acudiendo a actos solamente cuando me resultan ineludibles por compromiso, y apoyando a artistas locales a través de redes sociales y poco más. Y es por ello que me pregunto si realmente no será que los tiempos han cambiado y que los tontos somos los que remamos a contracorriente.

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